Inédito
Miento en el formulario de solicitud de empleo, una hoja amarilla con líneas color café que compré en la papelería. En el casillero de la edad escribo dieciséis, cuando ese verano apenas cumpliré los quince. Entrego la hoja en una oficina del centro y me contratan para pasar seis horas detrás del mostrador de la librería Carlos Moya forrando libros con una máquina de resistencia. Al terminar mi turno salgo para aprovechar lo que queda de la claridad del día. Camino por las calles del centro, libre, hambrienta, feliz. El aire huele a lluvia y a donas fritas, a florerías y a café tostado. Una tarde me refugio de la tormenta en el portal de uno de los edificios antiguos del centro. El vigilante abre la hoja del inmenso portón de madera y me pregunta si quiero entrar. Por pura curiosidad le digo que sí. Descubro que ahí dentro vive la más hermosa de las bibliotecas, una enorme nave rectangular con dos corredores en lo alto, atestados de libros de literatura latinoamericana. En las bóvedas hay murales de temática agraria y estrellas pintadas en rojo tierra. Sobre la duela de la nave, una veintena de mesas de cuatro plazas con luz individual y silencio. Recorro los estantes, tomo un libro y me siento en una de las mesas. Me quito las sandalias y siento en los pies desnudos el frío del suelo de mármol gris. Mientras leo, me observan impacientes los demás libros. La tormenta termina y comienza a oscurecer. Tengo que volver a casa, con mi madre, al mundo ordinario de las reuniones de los martes, jueves y domingos, de predicar de casa en casa y despertar a gente llena de fastidio, repartir atalayas, repetir hasta el cansancio las mismas palabras. Sin embargo, esta vez el regreso ya no lo es del todo. Ahora tengo un lugar hecho de piedra que es solamente mío, lo guardaré en secreto. No recuerdo haber sentido antes esta forma de felicidad. Salgo a la calle, el viento amenaza con llevarme y yo estoy dispuesta.
Sedes
Apoyan
Acompañan
