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22.Andre_Devia

Fragmento de Melvill

Es la noche del sábado 10 de diciembre de 1831 y Allan Melvill cruza a pie el congelado río Hudson. 

Y, ah, cuando se camina sobre hielo, sobre aguas en animación suspendida, todo ánimo se altera y todos los pensamientos piensan de otro modo, piensa Allan Melvill. Se piensa en que se los piensa con la más fogosa de las frialdades. Se piensa en que entonces se piensa en cualquier cosa menos en lo que, al considerarse algo impensable, es, por lo tanto, aquello imposible de no pensar: en que ese hielo podría romperse y en que, entonces, hundiéndose uno para ya no volver a alcanzar la superficie de superficialidades a ignorar o atender, se dejaría de pensar para siempre. Se piensa con el frío que se congela en cristales que se unen y se rompen para separarse y ganar altura para luego caer sobre los vivos y los muertos con formas siempre diferentes. Con ese frío que obliga a cerrar los ojos para descubrir que, como ciertos lagartos, se puede ver a través de los párpados: los suyos ahora casi cortados por la navaja glacial del viento desmelenado que lo despeina. 

Ocurrirá lo mismo (piensa ahora Allan Melvill) cuando se consiga estar en el aire y verdadera y gozosamente desterrado. Cuando el hombre pueda volar a bordo de máquinas maravillosas (no simples globos aerostáticos) cuyo sonido será como el de miles de hombres aclarando su garganta luego de la primera pipa de la mañana. Y con ellas y en ellas hasta se librarán batallas entre las estrellas y se alcanzará esa luna breve que ahora las nubes cubren y descubren para volver a cubrir y arrojar casi caritativos blancos copos de nieve sobre Allan Melvill, como si se tratase de soldados lanzados al asedio de este vencido y humillado desertor de la crucificante cruzada de su vida. 

Pero falta mucho para eso. Ahora, bajo sus pies, ese hielo es lo único sólido en lo que encontrar apoyo, a su alrededor y encima de él todo es hielo delgado en suspenso, y lo importante no es volar sino no caer ni hundirse ni ahogarse.

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