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Fragmento de “La Habana tirana”

Cuando yo era niña, La Habana olía a creolina, a sal y a aserrín. Pero ¿qué cambió? ¿Qué produjo la metamorfosis?, preguntaría Virgilio Piñera. Un sacerdote yoruba me contó que la ciudad está maldita. Cuando Gerardo Machado recogió tierra de distintos países, para sembrar la ceiba del Parque de la Fraternidad, canceló todas sus posibilidades de progreso. Se sabe de sobra que es mala idea condensar el osorbo de otros bajo las raíces de un árbol tan poderoso como una ceiba. Y si esto fuera verdad, la ciudad ha estado hundida en su maldición desde 1928, lo que explicaría eso que todo el mundo repite, eso de que nadie construyó más edificios ni carreteras que valieran la pena después de Machado (otro amante con aspiraciones de dictador, otro dictador que no nació en La Habana). 

No sé qué otro retazo hilvanar aquí para armar este mapa de La Habana. Quizás porque ese lugar es demasiadas ciudades en una para poder bien-definirla. Confesar, eso sí, que cada quien vive La Habana que puede, o la que sabe vivir. Algunas Habanas están llenas de oscuras librerías con los mejores libros de hojas carmelitas; otras Habanas tienen fiestas de noche y sexo en el Malecón. En algunas se comparte un pitico de marihuana entre doce bocas, después de caminar varias veces El Platanito para conseguirlo. En otras Habanas, las jóvenes estudiantes de la universidad se visten con blusas hechas por sus madres, usan sayitas de recortes de tela vieja; pero en otras, se ostentan uñas de acrílico y un jean nuevo cada seis meses. En muchísimas Habana, los señores, pasados los 50, aún tienen que viajar hasta 12 kilómetros en bicicleta para poder conseguir un poco de viandas para la comida; y en otras, hay menores de edad presos por salir a manifestarse contra el gobierno. ¿Por qué la gente repite entonces que la ciudad no cambia, que se ha quedado detenida en el tiempo, si se sigue derrumbando y nunca ha sido la misma para quién la vive? ¿En el tiempo de quién se detuvo La Habana? 

(En revista Casapaís)

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