Fragmento de El beso de la liebre
La mañana —dijo la madre— ha sido espléndida. Parí con suerte y sin castigo: no he tenido dolores. Me desprenderé de ella con facilidad. Hipólita será enviada a la tierra de los hombres. Ella correrá veloz allí. Porque sí, dijo la madre, porque yo lo digo y Dios así lo dispondrá.
La madre estaba seca pues hacía tiempo que las mujeres, de este y otros pueblos, no podían amamantar a sus hijos. Tuvieron que asistir a innumerables guerras y dejaron a las criaturas sin alimento. La evolución determinó que las nuevas generaciones sobrevivieran de la leche dada por otras especies. Restaban las vacas y las cabras. La madre preparó una mezcla de ambas leches y se la dio a su hija: mojó el dedo índice y lo acercó a la boca de Hipólita que, de inmediato, atendió aquella frescura como algo que debía chupar. Hipólita chupó el dedo de su madre con sus tres labios y se alimentó por primera vez.
Luego, la nana trajo un paño de cielo y lo empapó con la leche: sobre los labios de Hipólita puso la tela mojada. Ella bebió así y fue aumentando de peso y tamaño con el paso de los días.
Hipólita Thompson buscaba las formas de las cosas con los ojos desde la cuna: esa canasta de fibras recubierta con una tela que olía a la lavanda que conocemos pero con cierto fondo ácido. Sonreía porque encima de ella revoloteaban dos golondrinas; el movimiento ya le hacía gracia desde entonces.
La madre se acercó para cubrir a Hipólita del frío de la noche. La niña extendió su pequeño brazo e hizo con el dedo índice una señal negativa, le dijo a su madre que no deseaba cubrirse, pero su madre creyó que era un movimiento casual; menospreció así los talentos inusuales de su hija, que ya conocía el lenguaje del cuerpo.
Su padre se había manifestado en forma de tormenta la noche de su nacimiento.
—Pero ¿cómo la envío? —preguntó la madre, mirando las nubes iluminadas.
—Sepárate de ella, yo me encargaré —dijo Dios con una voz grave que ella escuchó dentro de sí misma.
Y la madre se alejó al alba.
Sedes
Apoyan
Acompañan