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Fragmento de El cielo de la selva

La hacienda es el nuevo reino. Es la puerta del cielo que a partir de ahora te encargarás de abrir y cerrar. 

Has vuelto junto a Copita y las otras. Los deditos podridos, los deditos de hueso acarician el pelo del niño. 

Las muertas no pueden ser madres, se les ha negado el derecho de dar vida en el cielo de la selva. Miras a Copita y ves sus brazos abiertos, ella que nunca te ha pedido nada, y que chasquea los huesitos que le quedan para prometerte que lo cuidará como suyo, que lo querrá como no puedes quererlo tú, y que será el niño de todas: el niño de los ojos y de las cuencas de los ojos de cada una de las muertas de la selva. Ruegan todas y cantan los huesos.

Son tus hermanas. Cómo podrías negarle el fruto de tu vientre. 

Dejas al niño azul sobre Copita y notas que el pequeño de inmediato se amolda a aquel nuevo sitio, tan rígido que estaba entre tus brazos. Copita chasquea la mandíbula con ternura y se saca un pecho de la ropa hecha trizas, el pecho amoratado y carcomido por la muerte, pero todavía lleno de amor. El niño se alimenta, finalmente se alimenta, mama y se atora de tanta hambre condensada en la vida, extiende una mano sobre el pecho para abarcarlo y que nunca más se vuelva a ir. 

Las manos de Copita muerta, con aquellos huesitos casi de niña que le empiezan a brotar entre las junturas de la piel, acarician con cuidado la cabeza del pequeño. 

Todas las muertas miran a tu hijo, al hijo que es ahora de todas. 

Vuelven a la selva juntas, lentamente, le abren el paso a la que porta al hijo para que los bejucos no la azoten y cantan sus canciones de hueso, sus arrorrós de hueso, bajo el sol. 

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